jueves, 6 de abril de 2017

La sintonía de la vida - Por: Rodrigo Herranz Gómez

La furgoneta se paró justo enfrente del árbol a partir del cual comenzaba la bifurcación. Por la puerta del copiloto cayó una maleta de tela gruesa, seguida de un muchacho de unos veinte años.

¡Gracias por traerme señor! — Dijo Sareth al desaliñado hombre que estaba al volante.
Este le miró apoyando el codo en la ventanilla abierta. Miró al chico de arriba abajo, y después del breve examen le dijo:
Espero que encuentres a quién buscas, chaval— acto seguido se alejó por el camino de la derecha, agitando la mano por la ventanilla a modo de adiós.
Sareth se despidió con la mano también, además una sonrisa en los labios, la cual le duro hasta que se apagó en la lejanía el ruido del vehículo. Echando un último vistazo al viejo árbol muerto, un olivo sin hojas que se alzaba retorcido en medio de los dos caminos, cogió su maleta del polvoriento suelo de tierra y empezó a caminar por la senda de la izquierda. Avanzaba con paso ligero, pues aunque no llevaba prisa, apenas tenía equipaje y estaba bastante animado. Cuando solo había recorrido unos pocos metros, sintió un zumbido en los oídos. Paró en seco y se los frotó tratando de apaciguar la molestia. Siguiendo su experiencia de las últimas semanas, empezó a mirar en todas direcciones. Su vista se clavó en el viejo árbol, y el zumbido se hizo más intenso. Volvió sobre sus pasos y cuando estuvo al lado del olivo soltó la maleta. El zumbido era apremiante, a si que, sin saber porqué, alargó el brazo y apoyó la palma de la mano sobre la seca corteza. Un cosquilleo le recorrió los dedos hasta el codo, del codo al hombro y de ahí se extendió por todo su cuerpo. El zumbido paró, pero el cosquilleo se transformó en una angustiante sensación de tristeza, de desesperación. Sareth trató de coger aire, como si sus pulmones hubiesen dejado de funcionar de pronto, y cayó de rodillas sin dejar de tocar al árbol. Un par de gruesas lágrimas le recorrieron la cara decididas a morir al final de su barbilla. El viejo olivo crujió y al mirarle, Sareth apreció que estaba un poco inclinado sobre él. Arrastró las rodillas por la grava para acercarse más y rodeó el fino tronco con sus brazos, sin dejar de sollozar.
A pocos kilómetros de allí, lejos del camino y perdido entre los árboles, había un claro que era un circulo casi perfecto, de apenas 3 metros de diámetro y con hierba tan larga que casi le llegaba por las rodillas a Sareth. El muchacho soltó la maleta justo en el borde del claro y avanzó hasta situarse en el centro del círculo. Allí Encontró un tocón que no sobrepasaba la hierba, pero que era lo bastante ancho como para sentarse encima. Una vez acomodado, con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo, el chico cerró los ojos, y una leve ráfaga de viento le acarició el flequillo. Detrás de la ráfaga vinieron los zumbidos. Frunció el ceño para concentrarse y tomó una respiración profunda. Entonces los zumbidos se convirtieron en susurros. Eran tan leves que eran casi imperceptibles, pero Sareth no podía dejar de sonreír, pues le había costado mucho conseguir ese resultado. Un mes antes, había sido golpeado por un rayo, no recordó que hacía antes de eso ni los tres días posteriores que pasó ingresado en el hospital. Al despertar no podía escuchar nada. Pero no porque el mundo estuviese en silencio, si no porque no podía dejar de oír un zumbido ensordecedor. Los primeros días estaba bastante desorientado y aquel ruido solo le confundía más, pero al cabo de una semana apenas era un sonido de fondo. Desde aquel momento empezó a apreciar que, dependiendo de con quién estaba, o en que lugar, más intenso se volvía el zumbido. Cuando le dieron el alta, habían empezado los susurros, eran más leves que los que escuchaba en el claro del bosque, pero venían con sentimientos. Por tanto, caminar por la calle se convirtió en una tarea titánica, pues cada persona con la que se cruzaba le transmitía su estado de ánimo, sentía con más intensidad las emociones negativas como tristeza o rabia, y también sabía cuando alguien estaba enfermo y que dolencia tenía. Tardó en darse cuenta, hasta escasos días antes de decidirse a ir al campo, que la hora de la comida era uno de los momentos más escandalosos de su día. Justo un día que comía un filete de ternera, los susurros se convirtieron en gritos, en gritos desesperados, mezclados con un llanto que tuvo que exteriorizar el mismo. Desde aquel momento excluyó todos los productos animales de su dieta, entregándose a las verduras, frutas y legumbres, que aunque le hacían zumbar un poco los oídos, no le desgarraban el alma con gritos de dolor. Una noche, tumbado en la cama intentando interpretar los susurros que le llegaban a través de la ventana abierta, una voz tenue se alzó sobre todas las demás. “Ayuda” decía, “necesito ayuda”. Aquella noche la pasó en vela tratando de concretar el origen de aquella voz, que tenía un timbre extraño, y un tono profundo, que a ratos parecía de mujer. Al final sus pesquisas le habían llevado hasta ese tocón, en medio de aquel bosque. Los susurros se empezaron a acercar con lentitud, y Sareth apreció con sorpresa que al acercarse los escuchaba con más claridad. Emocionado se concentró todo lo que pudo y volvió a tomar una respiración profunda.
—Ayúdame por favor— Los susurros se detuvieron, guardando respetuoso silencio, pues aquella extraña y profunda voz reclamaba toda la atención.
—¿Quién eres? — Pensó Sareth para sí mismo, a lo que, para su sorpresa, la tenue voz respondió.
—Estoy aquí.
Sareth miró a su alrededor esperando ver a alguien, pero solo encontró las figuras de los arboles, que empezaban a desdibujarse entre las sombras del anochecer.
—¿No me ves? — preguntó con cierta tristeza la voz.
El muchacho sintió como se le encogía el corazón. Forzó la vista para tratar de escudriñar la oscuridad creciente que empezaba a asentarse en torno a sí.
—Lo siento mucho— respondió el chico— No puedo verte, pero puedo oírte— hizo una pausa en la que oyó como la voz suspiraba, y formulo la pregunta acumulada durante tantas semanas—¿Por qué puedo oírte?
La voz se tomo su tiempo en contestar, y cuando Sareth ya pensaba que no lo haría dijo muy cerca de su oído izquierdo:
—Estoy aquí, junto a ti. Hace tanto tiempo que intento hablar con vosotros… que había perdido la esperanza— Hizo una pausa más larga que la anterior, y cuando volvió a hablar parecía cansada, como enferma— Escúchame por favor, necesito que me escuches.
—Estoy aquí. Te estoy escuchando—dijo Sareth alarmado ante la repentina debilidad que detectó en la voz— ¿Estás bien? ¿Estás enferma?
El chico contuvo la respiración, expectante, atento al más leve sonido, hasta que muy lejos y amortiguado escuchó:
—Por favor.
De golpe, los susurros que antes habían guardado silencio para dejar a aquella voz hablar, empezaron a hablar todos a la vez.
—Ayuda.
—Mama está enferma.
—Tanto tiempo cuidando de vosotros y así nos lo pagáis
—Haz algo para ayudarnos muchacho.
Ahora podía escucharles mejor, como si estuviera rodeado de personas, pero esta vez cerró los ojos para no dejarse engañar.
—¡Silencio por favor! — Exclamó el chico— quiero ayudar pero si me habláis todos a la vez no puedo entenderos.
Las voces se tornaron en murmullos, parecían estar hablando entre ellas. Una se alzó sobre las demás. Era una voz profunda y lenta, y con un deje de rencor le increpó a Sareth:
—¿Ayudar? ¿tú? ¿sabes lo que nos lleva haciendo tu raza desde que empezasteis a caminar? — Los murmullos habían cesado para escuchar a aquella voz, y sintió como miles de ojos invisibles se clavaban en el, haciéndole sentir culpable. Aun así, había algo en aquella voz que le resultaba familiar.
—Disculpa mi ignorancia— dijo el chico confundido— Pero no se quienes sois ni cual es vuestra raza.
—Díselo—intervino una tercera voz—Él ha sido el que ha estado hace un rato con el pobre olivo.
—Pero no se lo merece— replicó la otra— por mucho que pueda escucharnos sigue siendo uno de ellos.
A cada segundo que pasaba, Sareth sentía que ya había escuchado aquella voz en otro lado, de hecho, todas las voces que había en aquel claro le resultaban familiares, y con cada palabra que pronunciaban, sentía que un recuerdo estaba a punto de saltar de su memoria, o que su corazón iba a desbocarse por la emoción del reencuentro. Pero, reencuentro ¿con quién? Sin poder aguantar más el muchacho habló con firmeza a sus interlocutores.
—Mi nombre es Sareth, y lamento en lo más profundo de mi corazón todo el mal que hayamos podido causaros yo o los míos. Lo cierto es que se que no sois como yo, pero cuanto más escucho vuestras voces más me parece que no debemos ser tan diferentes— El claro estaba en silencio, un silencio expectante que centraba toda su atención en el chico sentado en el tocón— Os siento como mi familia, como hermanos y hermanas. Y si hay algo que pueda hacer para compensaros por todo el dolor que os hemos hecho pasar a vosotros y a vuestra madre, estoy aquí para serviros en todo lo que pueda.
Sareth empezó a notar al otro lado de los parpados cerrados una luz creciente. No podía ser de día ya, pues apenas acababa de anochecer, a si que abrió los ojos con curiosidad. Lo que vio lo dejó asombrado. El circulo de arboles que lindaba con el claro estaba brillando con un resplandor verde-azulado. Desde la base del tronco hasta las hojas más altas, aquella luminiscencia parecía palpitar. Muy despacio, la luz se fue replegando de las ramas más altas, concentrándose al final en el tronco principal, y a medida que su tamaño se iba reduciendo, su brillo iba aumentando. Al final, mas de una docena de figuras luminosas avanzaron hacia Sareth, el cual apreció que tenían unos finos brazos como ramas, unas cabezas adornadas con largas melenas de follaje, y unos rasgos apenas definidos, pero de belleza indescriptible. Una de aquellas figuras, la más cercana al tocón se inclinó sobre el chico y acercó su rostró a escasos centímetros del de él.

—Te estábamos esperando— dijo con voz cálida y amistosa— tú nos puedes ayudar.

Rodrigo Herranz Gómez
2017

No hay comentarios:

Publicar un comentario