La
furgoneta se paró justo enfrente del árbol a partir del cual
comenzaba la bifurcación. Por la puerta del copiloto cayó una
maleta de tela gruesa, seguida de un muchacho de unos veinte años.
—¡Gracias
por traerme señor! — Dijo Sareth al desaliñado hombre que estaba
al volante.
Este
le miró apoyando el codo en la ventanilla abierta. Miró al chico de
arriba abajo, y después del breve examen le dijo:
—Espero
que encuentres a quién buscas, chaval— acto seguido se alejó por
el camino de la derecha, agitando la mano por la ventanilla a modo de
adiós.
Sareth
se despidió con la mano también, además una sonrisa en los labios,
la cual le duro hasta que se apagó en la lejanía el ruido del
vehículo. Echando un último vistazo al viejo árbol muerto, un
olivo sin hojas que se alzaba retorcido en medio de los dos caminos,
cogió su maleta del polvoriento suelo de tierra y empezó a caminar
por la senda de la izquierda. Avanzaba con paso ligero, pues aunque
no llevaba prisa, apenas tenía equipaje y estaba bastante animado.
Cuando solo había recorrido unos pocos metros, sintió un zumbido en
los oídos. Paró en seco y se los frotó tratando de apaciguar la
molestia. Siguiendo su experiencia de las últimas semanas, empezó a
mirar en todas direcciones. Su vista se clavó en el viejo árbol, y
el zumbido se hizo más intenso. Volvió sobre sus pasos y cuando
estuvo al lado del olivo soltó la maleta. El zumbido era apremiante,
a si que, sin saber porqué, alargó el brazo y apoyó la palma de la
mano sobre la seca corteza. Un cosquilleo le recorrió los dedos
hasta el codo, del codo al hombro y de ahí se extendió por todo su
cuerpo. El zumbido paró, pero el cosquilleo se transformó en una
angustiante sensación de tristeza, de desesperación. Sareth trató
de coger aire, como si sus pulmones hubiesen dejado de funcionar de
pronto, y cayó de rodillas sin dejar de tocar al árbol. Un par de
gruesas lágrimas le recorrieron la cara decididas a morir al final
de su barbilla. El viejo olivo crujió y al mirarle, Sareth apreció
que estaba un poco inclinado sobre él. Arrastró las rodillas por la
grava para acercarse más y rodeó el fino tronco con sus brazos, sin
dejar de sollozar.
A
pocos kilómetros de allí, lejos del camino y perdido entre los
árboles, había un claro que era un circulo casi perfecto, de apenas
3 metros de diámetro y con hierba tan larga que casi le llegaba por
las rodillas a Sareth. El muchacho soltó la maleta justo en el borde
del claro y avanzó hasta situarse en el centro del círculo. Allí
Encontró un tocón que no sobrepasaba la hierba, pero que era lo
bastante ancho como para sentarse encima. Una vez acomodado, con las
piernas cruzadas y las manos sobre el regazo, el chico cerró los
ojos, y una leve ráfaga de viento le acarició el flequillo. Detrás
de la ráfaga vinieron los zumbidos. Frunció el ceño para
concentrarse y tomó una respiración profunda. Entonces los zumbidos
se convirtieron en susurros. Eran tan leves que eran casi
imperceptibles, pero Sareth no podía dejar de sonreír, pues le
había costado mucho conseguir ese resultado. Un mes antes, había
sido golpeado por un rayo, no recordó que hacía antes de eso ni los
tres días posteriores que pasó ingresado en el hospital. Al
despertar no podía escuchar nada. Pero no porque el mundo estuviese
en silencio, si no porque no podía dejar de oír un zumbido
ensordecedor. Los primeros días estaba bastante desorientado y aquel
ruido solo le confundía más, pero al cabo de una semana apenas era
un sonido de fondo. Desde aquel momento empezó a apreciar que,
dependiendo de con quién estaba, o en que lugar, más intenso se
volvía el zumbido. Cuando le dieron el alta, habían empezado los
susurros, eran más leves que los que escuchaba en el claro del
bosque, pero venían con sentimientos. Por tanto, caminar por la
calle se convirtió en una tarea titánica, pues cada persona con la
que se cruzaba le transmitía su estado de ánimo, sentía con más
intensidad las emociones negativas como tristeza o rabia, y también
sabía cuando alguien estaba enfermo y que dolencia tenía. Tardó en
darse cuenta, hasta escasos días antes de decidirse a ir al campo,
que la hora de la comida era uno de los momentos más escandalosos de
su día. Justo un día que comía un filete de ternera, los susurros
se convirtieron en gritos, en gritos desesperados, mezclados con un
llanto que tuvo que exteriorizar el mismo. Desde aquel momento
excluyó todos los productos animales de su dieta, entregándose a
las verduras, frutas y legumbres, que aunque le hacían zumbar un
poco los oídos, no le desgarraban el alma con gritos de dolor. Una
noche, tumbado en la cama intentando interpretar los susurros que le
llegaban a través de la ventana abierta, una voz tenue se alzó
sobre todas las demás. “Ayuda” decía, “necesito ayuda”.
Aquella noche la pasó en vela tratando de concretar el origen de
aquella voz, que tenía un timbre extraño, y un tono profundo, que a
ratos parecía de mujer. Al final sus pesquisas le habían llevado
hasta ese tocón, en medio de aquel bosque. Los susurros se empezaron
a acercar con lentitud, y Sareth apreció con sorpresa que al
acercarse los escuchaba con más claridad. Emocionado se concentró
todo lo que pudo y volvió a tomar una respiración profunda.
—Ayúdame
por favor— Los susurros se detuvieron, guardando respetuoso
silencio, pues aquella extraña y profunda voz reclamaba toda la
atención.
—¿Quién
eres? — Pensó Sareth para sí mismo, a lo que, para su sorpresa,
la tenue voz respondió.
—Estoy
aquí.
Sareth
miró a su alrededor esperando ver a alguien, pero solo encontró las
figuras de los arboles, que empezaban a desdibujarse entre las
sombras del anochecer.
—¿No
me ves? — preguntó con cierta tristeza la voz.
El
muchacho sintió como se le encogía el corazón. Forzó la vista
para tratar de escudriñar la oscuridad creciente que empezaba a
asentarse en torno a sí.
—Lo
siento mucho— respondió el chico— No puedo verte, pero puedo
oírte— hizo una pausa en la que oyó como la voz suspiraba, y
formulo la pregunta acumulada durante tantas semanas—¿Por qué
puedo oírte?
La
voz se tomo su tiempo en contestar, y cuando Sareth ya pensaba que no
lo haría dijo muy cerca de su oído izquierdo:
—Estoy
aquí, junto a ti. Hace tanto tiempo que intento hablar con vosotros…
que había perdido la esperanza— Hizo una pausa más larga que la
anterior, y cuando volvió a hablar parecía cansada, como enferma—
Escúchame por favor, necesito que me escuches.
—Estoy
aquí. Te estoy escuchando—dijo Sareth alarmado ante la repentina
debilidad que detectó en la voz— ¿Estás bien? ¿Estás enferma?
El
chico contuvo la respiración, expectante, atento al más leve
sonido, hasta que muy lejos y amortiguado escuchó:
—Por
favor.
De
golpe, los susurros que antes habían guardado silencio para dejar a
aquella voz hablar, empezaron a hablar todos a la vez.
—Ayuda.
—Mama
está enferma.
—Tanto
tiempo cuidando de vosotros y así nos lo pagáis
—Haz
algo para ayudarnos muchacho.
Ahora podía escucharles mejor,
como si estuviera rodeado de personas, pero esta vez cerró los ojos
para no dejarse engañar.
—¡Silencio
por favor! — Exclamó el chico— quiero ayudar pero si me habláis
todos a la vez no puedo entenderos.
Las
voces se tornaron en murmullos, parecían estar hablando entre ellas.
Una se alzó sobre las demás. Era una voz profunda y lenta, y con un
deje de rencor le increpó a Sareth:
—¿Ayudar?
¿tú? ¿sabes lo que nos lleva haciendo tu raza desde que
empezasteis a caminar? — Los murmullos habían cesado para escuchar
a aquella voz, y sintió como miles de ojos invisibles se clavaban en
el, haciéndole sentir culpable. Aun así, había algo en aquella voz
que le resultaba familiar.
—Disculpa
mi ignorancia— dijo el chico confundido— Pero no se quienes sois
ni cual es vuestra raza.
—Díselo—intervino
una tercera voz—Él ha sido el que ha estado hace un rato con el
pobre olivo.
—Pero
no se lo merece— replicó la otra— por mucho que pueda
escucharnos sigue siendo uno de ellos.
A
cada segundo que pasaba, Sareth sentía que ya había escuchado
aquella voz en otro lado, de hecho, todas las voces que había en
aquel claro le resultaban familiares, y con cada palabra que
pronunciaban, sentía que un recuerdo estaba a punto de saltar de su
memoria, o que su corazón iba a desbocarse por la emoción del
reencuentro. Pero, reencuentro ¿con quién? Sin poder aguantar más
el muchacho habló con firmeza a sus interlocutores.
—Mi
nombre es Sareth, y lamento en lo más profundo de mi corazón todo
el mal que hayamos podido causaros yo o los míos. Lo cierto es que
se que no sois como yo, pero cuanto más escucho vuestras voces más
me parece que no debemos ser tan diferentes— El claro estaba en
silencio, un silencio expectante que centraba toda su atención en el
chico sentado en el tocón— Os siento como mi familia, como
hermanos y hermanas. Y si hay algo que pueda hacer para compensaros
por todo el dolor que os hemos hecho pasar a vosotros y a vuestra
madre, estoy aquí para serviros en todo lo que pueda.
Sareth
empezó a notar al otro lado de los parpados cerrados una luz
creciente. No podía ser de día ya, pues apenas acababa de
anochecer, a si que abrió los ojos con curiosidad. Lo que vio lo
dejó asombrado. El circulo de arboles que lindaba con el claro
estaba brillando con un resplandor verde-azulado. Desde la base del
tronco hasta las hojas más altas, aquella luminiscencia parecía
palpitar. Muy despacio, la luz se fue replegando de las ramas más
altas, concentrándose al final en el tronco principal, y a medida
que su tamaño se iba reduciendo, su brillo iba aumentando. Al final,
mas de una docena de figuras luminosas avanzaron hacia Sareth, el
cual apreció que tenían unos finos brazos como ramas, unas cabezas
adornadas con largas melenas de follaje, y unos rasgos apenas
definidos, pero de belleza indescriptible. Una de aquellas figuras,
la más cercana al tocón se inclinó sobre el chico y acercó su
rostró a escasos centímetros del de él.
—Te
estábamos esperando— dijo con voz cálida y amistosa— tú nos
puedes ayudar.
Rodrigo Herranz Gómez
2017
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