–Si nos dejan comámonos el mundo.– Hizo una pausa y le miró a los ojos–. Dame la mano ¿ves? Saltar da miedo, pero estamos juntos.
La dulzura del sueño se fue diluyendo en aquel molesto zumbido. La suave bruma que me mantenía a salvo se dispersó con lentitud y crueldad, dejando paso a un mar de caras furiosas, con miradas desquiciadas, que movían la boca siguiendo el compás del zumbido.
La dulzura del sueño se fue diluyendo en aquel molesto zumbido. La suave bruma que me mantenía a salvo se dispersó con lentitud y crueldad, dejando paso a un mar de caras furiosas, con miradas desquiciadas, que movían la boca siguiendo el compás del zumbido.
Cierro
los ojos con fuerza e intento recordar cómo he llegado al centro de
la plaza del pueblo, donde me han atado con fuerza a un poste alto y
áspero, alrededor, han dispuesto una enorme cantidad de ramas secas.
Sacudo la cabeza y el zumbido se va definiendo en gritos y, aunque
aun estoy bastante aturdido, consigo entender unos cuantos insultos y
algo así como que a los pecadores como yo nos espera el infierno.
Abro los ojos de nuevo y les devuelvo una mirada triste y resignada,
y ellos me responden como un bravo oleaje, abalanzándose sobre mí
con un salvaje rugido, haciendo estrellar sus estrechas mentes contra
mi frágil cuerpo desnudo.
Entre
envite y envite, vislumbro una luz mas allá de aquellos rostros
desfigurados por el odio. Es una luz que me llena los ojos, y los
desborda con gruesas lágrimas. Asomados al balcón de la posada, tus
ojos me hacen olvidar el dolor por un segundo. Tus manos agarran con
fuerza la barandilla de madera, como si de un momento a otro fueses a
saltar y, atravesando la marabunta, me sacases de allí, salvándome
del destino al que me han condenado por amarte.
El
glorioso momento no llega, pues el hombre a tu derecha descarga su
enorme mano contra tu hombro, y lo sujeta con firmeza. Tu padre, el
posadero, esboza una sonrisa de triunfo. Ha interceptado mi mirada, y
mientras aprieta más fuerte a su hijo del hombro, más odiosa se
vuelve la sonrisa en sus labios. Me distraigo al verte mover las
manos. Te tapas la cara, y tus hombros se convulsionan en silencio.
La garra de tu padre aprieta más fuerte, pero tú no dejas de
llorar. En ese momento, la gente a mi alrededor abre un pasillo para
dejar pasar una figura delgada, cubierta por una túnica marrón y
sujetando una antorcha encendida por encima de su cabeza. De pronto
me percato del silencio, solo perturbado por el crujido de los pasos
de aquel clérigo. Tarda poco en llegar a escasos metros de mí,
entonces, sin bajar la antorcha dice con voz clara y potente:
–¡Estoy
aquí para juzgarte!. – Levanto la mirada y busco tus ojos–. En
el nombre del Todopoderoso, te condeno a sufrir hasta la muerte entre
las llamas de la purificación. Solo así podrás liberarte de la
impureza te tu alma, y de tus actos.
Con
un certero movimiento arroja la tea ardiendo a mis pies. Noto el
aroma dulzón de la madera que sube caliente, pero apenas lo noto,
pues la horda a mi alrededor vuelve a rugir, esta vez con salvaje
alegría, ahogando a su paso el grito desgarrado proveniente del
balcón de la posada. Ahora a tu padre no le sirve una sola mano para
contenerte, y a tí parece que ya no te importa lo que piensen los
demás. Te revuelves, pataleas, incluso muerdes esa mano enorme que
te sujeta como unos grilletes de acero la cabeza, obligándote a
mirar en mi dirección.
Quiero
que sepas que no te culpo por no haberte arriesgado antes, pues tu
vida es tan preciosa para mí como dulces las caricias entre las
sábanas de esas rudas manos de posadero. Sonrío para transmitirte
mi alegría, ya que, al menos tú, puedes vivir. Cierro los ojos
mientras el calor se extiende y me lame los pies. Alzo la cabeza y
respiro hondo aquel aroma acre de la muerte. Ensancho mi sonrisa
mientras recuerdo el día en que me besaste por primera vez. El humo
se mete en mis pulmones con violencia y me hace toser, y el fuego
empieza a morderme las rodillas. Abro los ojos para mirarte una
última vez. Al darte cuenta de que te miro dejas de debatirte entre
las garras de tu padre. Me miras llorando y trato de hablar, pero el
humo me ha secado la garganta y no puedo articular ningún sonido.
Quiero decirte que te quiero una última vez. Trago saliva para
aclararme la voz, pero ya no me queda saliva para tragar. Abro la
boca desesperado tratando de no toser descontrolado por el humo, ni
de gritar por la altas llamas que ya me rodean. Vuelvo a intentarlo
pero solo puedo emitir un ligero pitido, que queda ahogado por el
clamor de la muchedumbre. Y sin poder resistir más grito, uniéndome
a mi público, que está entregado a la tarea, lanzándome cosas y
aullándome improperios. Poco a poco dejo de ver y el dolor que me
desgarra entero se mitiga, dejando paso a un recuerdo, tus ojos.
Rodrigo Herranz
Gómez
Febrero de 2017
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