viernes, 28 de abril de 2017

Tus ojos - Por: Rodrigo Herranz Gómez

Si nos dejan comámonos el mundo.– Hizo una pausa y le miró a los ojos–. Dame la mano ¿ves? Saltar da miedo, pero estamos juntos.

La dulzura del sueño se fue diluyendo en aquel molesto zumbido. La suave bruma que me mantenía a salvo se dispersó con lentitud y crueldad, dejando paso a un mar de caras furiosas, con miradas desquiciadas, que movían la boca siguiendo el compás del zumbido.
Cierro los ojos con fuerza e intento recordar cómo he llegado al centro de la plaza del pueblo, donde me han atado con fuerza a un poste alto y áspero, alrededor, han dispuesto una enorme cantidad de ramas secas. Sacudo la cabeza y el zumbido se va definiendo en gritos y, aunque aun estoy bastante aturdido, consigo entender unos cuantos insultos y algo así como que a los pecadores como yo nos espera el infierno. Abro los ojos de nuevo y les devuelvo una mirada triste y resignada, y ellos me responden como un bravo oleaje, abalanzándose sobre mí con un salvaje rugido, haciendo estrellar sus estrechas mentes contra mi frágil cuerpo desnudo.
Entre envite y envite, vislumbro una luz mas allá de aquellos rostros desfigurados por el odio. Es una luz que me llena los ojos, y los desborda con gruesas lágrimas. Asomados al balcón de la posada, tus ojos me hacen olvidar el dolor por un segundo. Tus manos agarran con fuerza la barandilla de madera, como si de un momento a otro fueses a saltar y, atravesando la marabunta, me sacases de allí, salvándome del destino al que me han condenado por amarte.
El glorioso momento no llega, pues el hombre a tu derecha descarga su enorme mano contra tu hombro, y lo sujeta con firmeza. Tu padre, el posadero, esboza una sonrisa de triunfo. Ha interceptado mi mirada, y mientras aprieta más fuerte a su hijo del hombro, más odiosa se vuelve la sonrisa en sus labios. Me distraigo al verte mover las manos. Te tapas la cara, y tus hombros se convulsionan en silencio. La garra de tu padre aprieta más fuerte, pero tú no dejas de llorar. En ese momento, la gente a mi alrededor abre un pasillo para dejar pasar una figura delgada, cubierta por una túnica marrón y sujetando una antorcha encendida por encima de su cabeza. De pronto me percato del silencio, solo perturbado por el crujido de los pasos de aquel clérigo. Tarda poco en llegar a escasos metros de mí, entonces, sin bajar la antorcha dice con voz clara y potente:
¡Estoy aquí para juzgarte!. – Levanto la mirada y busco tus ojos–. En el nombre del Todopoderoso, te condeno a sufrir hasta la muerte entre las llamas de la purificación. Solo así podrás liberarte de la impureza te tu alma, y de tus actos.
Con un certero movimiento arroja la tea ardiendo a mis pies. Noto el aroma dulzón de la madera que sube caliente, pero apenas lo noto, pues la horda a mi alrededor vuelve a rugir, esta vez con salvaje alegría, ahogando a su paso el grito desgarrado proveniente del balcón de la posada. Ahora a tu padre no le sirve una sola mano para contenerte, y a tí parece que ya no te importa lo que piensen los demás. Te revuelves, pataleas, incluso muerdes esa mano enorme que te sujeta como unos grilletes de acero la cabeza, obligándote a mirar en mi dirección.
Quiero que sepas que no te culpo por no haberte arriesgado antes, pues tu vida es tan preciosa para mí como dulces las caricias entre las sábanas de esas rudas manos de posadero. Sonrío para transmitirte mi alegría, ya que, al menos tú, puedes vivir. Cierro los ojos mientras el calor se extiende y me lame los pies. Alzo la cabeza y respiro hondo aquel aroma acre de la muerte. Ensancho mi sonrisa mientras recuerdo el día en que me besaste por primera vez. El humo se mete en mis pulmones con violencia y me hace toser, y el fuego empieza a morderme las rodillas. Abro los ojos para mirarte una última vez. Al darte cuenta de que te miro dejas de debatirte entre las garras de tu padre. Me miras llorando y trato de hablar, pero el humo me ha secado la garganta y no puedo articular ningún sonido. Quiero decirte que te quiero una última vez. Trago saliva para aclararme la voz, pero ya no me queda saliva para tragar. Abro la boca desesperado tratando de no toser descontrolado por el humo, ni de gritar por la altas llamas que ya me rodean. Vuelvo a intentarlo pero solo puedo emitir un ligero pitido, que queda ahogado por el clamor de la muchedumbre. Y sin poder resistir más grito, uniéndome a mi público, que está entregado a la tarea, lanzándome cosas y aullándome improperios. Poco a poco dejo de ver y el dolor que me desgarra entero se mitiga, dejando paso a un recuerdo, tus ojos.






Rodrigo Herranz Gómez

Febrero de 2017

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