La ventana no se volvió a cerrar
desde aquel momento, pues con aquel salto, Brenda había hecho pedazos los
candados que la tenían prisionera.
Nuestra historia comienza un día
antes, el viernes.
—¿Dos veces en
un mes? —Preguntaba Brenda a su marido Kino.
Se encontraban en el dormitorio
de arriba de un chalet a las afueras de Madrid. Llevaban viviendo en él más de
un año y ella todavía no se acostumbraba a una casa tan grande, pues en ella
vivían los dos solos, y cada vez que él se iba, lo cual ocurría muy a menudo,
ella se sentía empequeñecer entre aquellas silenciosas y desnudas paredes. Kino
soltó un resoplido, como si estuviese cansado de explicar lo mismo una y otra
vez. Ella sintió una cadena oprimirle el cuello y no insistió. Se quedó mirando
el ramo de flores que empezaban a marchitarse en el jarrón de la mesita de
noche, cuyos pétalos parecían ceder al mismo peso de las cadenas que la acababan
de atenazar a ella. La tarjeta de disculpas se había perdido hacia tiempo,
tanto casi como llevaba sin regar aquellas mustias flores, de las cuales ya no
se encargaban ninguno de los dos.
—Ya sabes como
es mi jefe —respondió él de pronto—, le encanta que hagamos piña y esta vez ha organizado un
viaje solo para empleados.
Brenda asintió con la cabeza pero
no dijo nada. Kino no lo sabía pero ella se había enterado de que tenía una
amante hacía unos meses, y desde entonces entendió aquellos viajes de empresa
que realizaba tan a menudo. En ese momento, él estaba terminando de hacer la
maleta, abierta sobre la cama como una gran boca pidiendo comida, y cuando hubo
metido los últimos calcetines la cerró, dando
la impresión de que la maleta daba un bocado en dirección a Brenda, como
amenazándola con contarle a Kino que ella lo sabía. Por suerte, el mismo Kino
cerró la cremallera, encerrando aquel secreto en su interior. Brenda suspiró
sin saber cuánto tiempo podría soportar aquella situación. Él la escuchó
suspirar y se acercó.
—¿Qué te pasa
bebe? ¿Estás bien?
Le tomó la barbilla con la mano y
la obligó a mirarle a los ojos. Ella no pudo sostenerle la mirada y,
reprimiendo un estremecimiento, le respondió:
—Es que me da
cosa quedarme sola
Él sonrió enternecido y la rodeo
con sus brazos.
—No te
preocupes, pequeña, el domingo vuelvo temprano; si quieres podemos ir a comer
por ahí, así no tienes que cocinar.
Brenda asintió levemente y dijo
un “buena idea” casi inaudible. Entonces, él la miró de arriba a abajo de una
forma que ella había aprendido a odiar. Esta vez no pudo controlar el temblor
de su cuerpo.
—Oye, nena —dijo acercándose a su oído—, aún queda un rato hasta que vengan a buscarme. ¿Qué te
parece si...?
Con un movimiento quitó la maleta
de la colcha, y con otro puso a Brenda entre él y la cama, y empezó a empujarla
suavemente hacia esta. Cada paso que retrocedía ella, lo ganaba el pánico. Kino
debió interpretar su respiración agitada como excitación, porque empezó a darle
besos y mordiscos por el cuello. Las piernas de Brenda chocaron contra la cama
y él le hizo perder el equilibrio. Cuando su espalda cayó sobre el blanco y
suave edredón, ella se hundió en un oscuro y profundo pozo. Pudo ver cómo desde
el borde Kino se asomaba con una sonrisa diabólica y los ojos llameantes,
mientras se desabrochaba el cinturón, que al tintinear la hebilla la hizo
hundirse un poco más en la húmeda tierra que cubría el fondo. Kino chasqueó el
cinturón una vez y ella se hundió un poco más, lo chasqueó una segunda y se
abrieron grietas en el suelo, de las cuales empezó a brotar agua, un agua
helada, que lamía su piel y parecía estar acuchillándola en cada centímetro de
su cuerpo. Kino empezó a reír de forma histérica, como enloquecido, y siguió
chasqueando el cinturón intentando alcanzar a Brenda. El agua subía demasiado
rápido, y en un momento ya estaba sumergida por completo. El frío era tan
intenso que se introdujo en su mente, haciéndole gritar de dolor, lo cual hizo
que el aire se escapara de sus pulmones. La falta de oxigeno empezó a hacerle
perder el sentido cuando de pronto:
—Brenda cariño
¿estás bien?
Brenda parpadeó para aclarar la
imagen, y frente a sí vio a una anciana con la cara surcada en arrugas y una
sonrisa tan amplia que le formaba más arrugas si cabe. La mujer estaba sentada
en una vieja butaca marrón, y un poco más allá crepitaba una cálida chimenea.
La habitación que la rodeaba ahora la recibió con un abrazo de nostalgia, y
recordando sus años de infancia por fin reconoció a la anciana.
—Abuela Salem —dijo casi sin voz. La mujer le tendió sus manitas
arrugadas y ella corrió a refugiarse en sus brazos.
—Ya, mi
brujita, ya —La consoló, mientras acariciaba
su cabeza— ¡pero niña! —Dijo agarrándola del pelo— si estás empapada.
La anciana se levantó de la
butaca y entre las dos la empujaron para acercarla más al fuego. Una vez allí
la abuela volvió a sentarse y la nieta se arrodilló en el suelo a sus pies y,
con una toalla que antes no estaba ahí, la sonriente mujer empezó a secar el
pelo de Brenda, como cuando ella tenía siete años y había caído al pozo que la
familia tenía detrás de la casa.
—He pasado
muchísimo miedo abuela —dijo sollozando.
Su abuela le acarició una mejilla
y dijo con ternura:
—Mi pequeña
brujita ¿Recuerdas el origen de tu apellido? “Luachea”. Viene de Luna Llena, y
es el apellido de tu madre, y el mío, y el de todas las mujeres de nuestra
familia. Es el símbolo de nuestra fuerza, pues aunque hoy haya luna nueva y el
cielo esté oscuro, la luna llena siempre acabara alzándose en toda su belleza,
al igual que nosotras no nos dejamos vencer por nada. Ahora ponte esto y sal
del pozo.
Brenda notó una fina cadena
metálica rodear su cuello con la ternura con la que su abuela la había rodeado
a ella con los brazos, y al abrir los ojos eran los brazos de Kino los que la
envolvían. Este había conseguido quitarse el cinturón y ahora pretendía
quitarle la ropa a ella. Brenda se incorporó apartándole con brusquedad y sin
darle tiempo a protestar dijo con firmeza:
—Tienes que irte ya.
Él esbozó una sonrisa burlona, y
cuando fue a contestar un claxon sonó desde el exterior de la casa. Miró
sorprendido su reloj y saltó de la cama como si esta ardiese.
—Me cago en la
mar ¿ya es la hora? —dijo poniéndose los
zapatos apresurado y saliendo del cuarto con la maleta sin mirar atrás.
Brenda escuchó como bajaba las escaleras
con dificultad y abría la puerta de la calle.
—Adiós cariño —Se despidió él. Y añadió de una forma bastante forzada—
Te quiero.
Al cerrarse la puerta Brenda
sintió que el candado que mantenía apretadas las cadenas de su cuello se abría.
Y tomando una respiración profunda oyó el trajín de guardar maletas y cerrar
puertas, hasta que por fin el motor se alejó dejando un silencio acogedor. Aún
se quedó unos segundos sentada en la cama mirándose las manos, en las que se
apreciaban cicatrices de antiguos forcejeos. De pronto se sintió sucia, y salió
del cuarto dirección a la ducha. Encendió el grifo y lo dejó correr un poco
mientras se miraba en el espejo del lavabo. Tenía el pelo largo y ondulado,
ojos marrones claros y ya casi no se apreciaba el moratón del pómulo izquierdo.
Se empezó a desnudar para meterse en el agua y un tintineo la detuvo. Volvió a
mirarse en el espejo y apreció una cadena plateada que rodeaba su cuello y se
escondía debajo de su camiseta. Tiró de la cadena y sacó un medallón, también
de plata, con una luna de lapislázuli engarzada. Ella sabía que nunca había
estado ahí, pues conocía ese medallón a la perfección. Era de su abuela, y el
día que la incineraron este había ardido con ella. Volvió a mirarse al espejo,
y al verse con el colgante al cuello se sintió reconfortada, como si su abuela
la sonriese desde el reflejo o la abrazase llamándola brujita. Terminó de
desnudarse y, sin quitarse el medallón, se metió bajo el agua helada para
borrar los restos de huellas dactilares y saliva que Kino había dejado sobre su
piel. Como estaba a principios del verano, salió de la ducha sin vestir y sin
secarse, dejando que el caluroso clima hiciese el trabajo. Fue a ponerse un
café a la cocina. Mientras tomaba el líquido caliente se percató de que, con la
preparación del viaje de Kino, no había hecho nada para comer. Ya era muy tarde
y no le apetecía ponerse a cocinar, así que miró en la nevera con pocas
esperanzas, y, como se imaginaba, estaba casi vacía. Se puso a darle vueltas al
medallón entre los dedos, y empezó a recordar entonces las cenas familiares en
casa de la abuela, con las primas y las tías. Su prima Nazaret, que tenía un
año más que ella, siempre había ayudado en la cocina a su abuela y a su madre,
y estas siempre decían que había heredado el don familiar para cocinar, y que
tendría un gran futuro como cocinera. Entre los dedos de Brenda empezó a vibrar
el medallón y, de pronto, su nevera se abrió sola. Ella la miró suspicaz y se
acercó con lentitud a cerrarla. Una vez cerrada contempló los múltiples imanes que
sujetaban notas o folletos en la cara exterior de la puerta. Uno en forma de
bruja montando una escoba le trajo un recuerdo a la memoria. Hacía un año y
medio su prima Nazaret le había hecho una visita, uno de esos días que Kino
tenía viaje de trabajo, y le había dejado ese imán junto a una tarjeta de un
restaurante que había abierto en la ciudad de al lado. En la tarjeta podía
leerse por delante “Akelarre Mundanormal”, con el mismo diseño de bruja que en
el imán y un numero de contacto justo debajo, mientras que por detrás
especificaba los servicios “Restaurante, Centro Ecológico y Remedios Naturales”,
y escrito a bolígrafo un mensaje de su prima “te quiero”. Desde aquella
esporádica visita no habían vuelto a verse ni a hablar. El caso es que tampoco había
mantenido mucho contacto con el resto de su familia. Su madre la llamaba de vez
en cuando, como temiendo que su hija no la llamara a ella, y a sus tías apenas
las había visto en un par de ocasiones desde que se mudó con Kino a la primera
casa, hacía diez años. La última vez fue en el funeral de la abuela Salem. Se
terminó el café y con la tarjeta de su prima en la mano fue a por el teléfono
fijo del salón y se sentó en el sofá. Después de marcar contuvo la respiración
unos segundos hasta que la dijeron desde el otro lado:
—Hola buenos
días. Este es el Akelarre Mundanormal. Le atiende Nazaret ¿en qué puedo
ayudarle?
Brenda esbozó una sonrisa al
darse cuenta de lo mucho que había echado de menos aquella voz.
—Hola prima —contestó—
Cuánto tiempo.
***
Un ruido fortísimo despertó a
Brenda. Le dolía el hombro y parecía que su cabeza estaba a punto de estallar.
Se incorporó para descubrir que estaba en el suelo, al lado del sofá. El dolor
del hombro ya tenía explicación. Además, supuso que el ruido que la había
despertado había sido el de su cuerpo contra el suelo. Escaló con dificultad de
nuevo al sofá, y allí se preguntó cómo podía dolerle tanto la cabeza y que hora
debía ser, pues por la ventana entraba la luz tenue del atardecer. La risa
descontrolada de su prima le volvió a la memoria, así como todos los vasos de
hidromiel casero y las “pócimas de bruja” que la habían llevado a ese estado.
Aquel día no había mucha clientela, asique Nazaret había invitado a Brenda a
unas copas en el piso de arriba del restaurante que, según le había contado,
venía con el local, y en el cual había decidido instalar su casa. La esposa de
Nazaret, Jael, se quedó a cargo del local mientras las primas se ponían al día
y descorchaban botella tras botella. Brenda se sonrió, pues la última vez que
se había emborrachado tanto había sido en una escapada que hicieron ella y
Nazaret a casa de la abuela, cuando esta se fue una semana de vacaciones a
visitar a sus amigas de Galicia. Entonces Nazaret había usado el caldero de su
abuela para preparar la bebida, y el resultado fue el mismo dolor que le
aguijoneaba ahora el cerebro. Se miró hundida en el sofá y se dio cuenta de que
no se había cambiado la ropa cuando llegó a casa. Lo único que pudo recuperar
de entre las tinieblas fue unos fragmentos en los que vomitaba en el jardín de
la entrada, metía las llaves casi de milagro en la cerradura, y medio
tropezaba, medio se tiraba al sofá, para tomar aliento.
—Qué glamour —dijo examinando su arrugada vestimenta, la cual
presentaba curiosas manchas rojizas.
Otra mancha en la mano llamó su
atención, pero esta resultó no ser una mancha. Era un mensaje de su prima
escrito a duras penas en el dorso de su mano que decía “mira tu bolsillo”. Al
hacerlo encontró una bolsita de té con una nota “remedio casero para la resaca”
y la mancha de unos labios del mismo color del que los llevaba ayer su prima.
Después de ducharse, cambiarse de
ropa y apurar la última gota de la infusión de su prima, Brenda empezó a pensar
con más claridad. Esto le hizo recordar que al día siguiente era domingo, y
Kino tendría intención de acabar lo que había dejado a medias antes de irse,
aparte de la bronca que la esperaba si no recogía la casa antes de que llegara.
Miró el reloj con desgana. Las 20:03. Con un resoplido de resignación fue a
coger los utensilios de limpieza y comenzó la ronda por la casa. El piso de
abajo presentaba un aspecto más destartalado de lo que había imaginado en un
principio. Barro y vomito en la entrada, algunos cojines del sofá en la otra
punta del salón y en las estanterías, incluso vómito en el baño de abajo, el
cual ella no solía usar, porque era el que más frecuentaba Kino. En el piso de
arriba tuvo que barrer todas las habitaciones y fregar a conciencia el baño,
que no recordaba que estuviese tan sucio. Unas horas después habiendo revisado
todas las habitaciones, se dio cuenta de que estaba intentando evitar el
dormitorio, el cual había dejado para el final de forma inconsciente, y, como
si una especie de barrera de cristal hubiese estado rodeando la puerta, ella
procuraba no acercarse demasiado al marco de esta. La miró con decisión y
después de respirar hondo, con la escoba en ristre, la empujó y entró al
cuarto. Encima de la cama, que aún tenía las sabanas revueltas, estaba
esperándola el cinturón negro de Kino. El candado que ayer se había desprendido
volvió a presionarle el cuello, haciéndola respirar con dificultad. Había
tenido que limpiar su propia sangre tantas veces de aquel cinturón que ya casi
eran como hermanos. Una emoción que conocía muy bien le empezó a subir desde el
estomago, un pánico irracional que nublaba sus sentidos y paralizaba su cuerpo.
Pero esta vez venía con algo más. Desprecio. Un intenso y abrasador desprecio, que,
en vez, de paralizar su cuerpo lo hizo temblar de rabia, y llenó sus
pensamientos de todas las veces que Kino la había golpeado. Casi sin darse
cuenta apretó con mucha fuerza la escoba mientras el cinturón se distorsionaba
y danzaba ante ella como una cobra preparada para saltar a su cuello, dispuesta
a matarla. El humo cortó el contacto visual y el olor a quemado saco del trance
a Brenda. Esta miro la escoba que sostenía con fuerza entre las manos y
descubrió que las cerdas estaban en llamas. Corrió alarmada al baño y puso la
escoba en la bañera para apagar las llamas con la pera de ducha y tratar de
rescatar lo poco que pudiera salvar de ella.
—Menudo
desastre —se lamentó Brenda. El palo de la
escoba estaba un poco chamuscado, pero las cerdas se habían consumido.
Aquella escoba la había comprado
cuando se mudó con Kino a la primera casa. Su madre le había dado una que había
usado ella toda su vida, una de esas antiguas hecha con ramas de abedul atadas
con ramas de sauce a una vara de fresno, pero la había desechado porque a Kino
le parecía muy hortera utilizar un “palo seco” para limpiar hoy en día. Entonces
miró a la escoba de forma despectiva, y esta, sumergida en el agua de la
bañera, le devolvió el reflejo de su rostro, ojeroso, cansado y con el pelo
destartalado. Por un momento pensó que si ponía la chamuscada escoba a su lado
nadie notaría la diferencia, ni si quiera Kino. Se llevó la mano izquierda al
medallón de luna llena y dio un manotazo al agua con la derecha, deshaciendo su
imagen. Salió del baño, dejando en él todos los suelos que había barrido siguiendo
a Kino y dejando atrás a su familia, toda la suciedad que había tenido que
esconder cuando venían visitas a casa y todas las telarañas que poco a poco
habían ido aprisionando su alma, enredándose al palo de la escoba equivocada.
Subió al desván y allí la recibió una semioscuridad que apenas le permitía ver
nada. Avanzó unos pasos, con precaución para no tropezarse, en busca de la luz,
pero su medallón emitió una chispa azulada que voló rauda hacia la ventana, y
al instante siguiente la claridad de la luna se coló por esta, permitiéndole
ver mejor que si fuera de día. Sin entretenerse empezó a rebuscar entre las
viejas cajas de recuerdos y objetos que habían ido desechando a lo largo de los
años. La foto de su boda voló contra una pared, casi una docena de ramos secos,
de diferentes tipos de flores, se desperdigaron por todas partes, quebrándose
debido al tiempo y a la falta de atención y cariño.
—¡Por fin! —exclamó
Brenda al dar con un viejísimo arcón de madera.
Este tenía dibujos de mujeres
sonrientes con sombreros de pico y vestidos negros. Todas ellas transmitían una
contagiosa sensación de libertad y fuerza que ayudó a Brenda a abrir el arcón.
Dentro había montañas de fotos de ella y Kino, y unas cuantas cartas que él le
había escrito las primeras veces que había tenido viajes de empresa. Brenda las
lanzó a puñados fuera del arcón, pues ni todas las promesas de cambio podrían
hacerla olvidar de nuevo sus orígenes, su pasado. La escoba pareció pegarse a
la mano de Brenda como si estuviera imantada. Ella la sostuvo recordando a su
madre barrer la casa con ella, y el eco de la voz de su prima diciéndole que
fuese a vivir con ella, al Akelarre, donde sería recibida como se merecía. En
aquel momento el medallón empezó a vibrar con intensidad acompañado del
resplandor azul, que esta vez se quedó aferrado a la luna de lapislázuli, y
aquella claridad penetró en sus recuerdos, partiendo las sombras que los habían
envuelto, devolviendo a Brenda la razón y significado de aquella escoba. La
sostuvo con las dos manos y pasó una pierna por encima de ella. Orientó el
extremó delantero a la ventana del desván, y con la sonrisa iluminada por el
medallón de su abuela corrió sabiendo lo que tenía que hacer. Los cristales
rotos tintinearon contra el suelo de la calle, y desde allí reflejaron la luz
de una enorme y azul luna llena. Brenda sintió que su pecho estaba a punto de
explotar cuando empezó a ascender, sin poder dejar de mirar el firmamento que
se abría para ella. La explosión llegó en forma de risa. Una risa que despertó
a todos los vecinos y voló lejos, hasta los sueños de Kino, que se convirtieron
en pesadillas. Y unas gruesas lágrimas corrieron a escapar de sus ojos, pues
con ellas llevaban toda la tristeza y amargura que se había asentado en su
corazón después de tantos años, liberando en su carrera los candados de gruesas
cadenas, que cayeron sin estrépito viendo marchar a la nueva bruja del Akelarre
Mundanormal.
Rodrigo Herranz Gómez
7 de noviembre de 2016
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