La puerta se cerró con estrépito y la recién llegada avanzó
cojeando hasta el hueco en el centro de la fila.
—Sospechoso
1-8-9-8, un paso al frente.
El guardia de seguridad escupió aquella orden a través del
interfono, directo a la sala donde cinco personas sujetaban carteles con
números identificativos y miraban su reflejo en un falso espejo, tras el cual
sabían que alguien les observaba con atención. El segundo hombre desde la
izquierda avanzó con tranquilidad y, tras él, escuchó el suspiro de alivio del
resto de sospechosos. Tuvo miedo de girarse y ser reprendido por los guardias
del otro lado del cristal, por tanto decidió inspeccionar el reflejo de sus
compañeros. Empezó por la chica de su derecha, que apenas debía de tener 17 o
18 años. Tenía en el rostro una mueca desafiante y su aspecto no mejoraba esa
impresión: múltiples piercings, media cabeza rapada, un tatuaje que asomaba por
el cuello de la chaqueta bomber y, cosido a la manga de esta, un parche de la
palabra libertad, donde la "A" era el símbolo de la anarquía. En un
primer momento no quiso dejarse llevar por las apariencias, pero las cadenas
que le colgaban de las muñecas y se unían con otras que le nacían de los
tobillos, para aferrarse con firmeza a una argolla en el suelo, le hicieron
esbozar una media sonrisa. Ya lo decía Salvador Allende: "Ser joven y no
ser revolucionario, es una contradicción hasta biológica". Estaba claro
que no les convenía que aquella muchacha se moviese a sus anchas; quizá
temieran que pusiese todo patas arriba, o que enardeciese a los que tenía
alrededor. Fijándose mejor, pudo apreciar cómo las cadenas le habían hecho
múltiples heridas, algunas ya curadas, aunque convertidas en cicatriz; otras
eran recientes, por los constantes tirones de nerviosismo e impaciencia.
Continuó con su recorrido y miró entonces a la chica que tenía a la izquierda,
la cual acababa de entrar por la puerta. Esta era algo mayor que la anterior,
tenía el pelo muy corto y vestía una camiseta de tirantes que dejaba al
descubierto los tatuajes de sus brazos. En concreto se fijó en uno muy
elaborado de una mujer con los ojos vendados, que sostenía una balanza en una
mano y una espada en la otra. Había algunos detalles que no se podían apreciar
bien debido a que algunos moratones los ocultaban. Ella levantó una mano y
acarició con delicadeza su ojo izquierdo, el cual presentaba el moratón más
oscuro y grande de todos los que tenía visibles, que parecía ser el más
doloroso. Al cabo de un rato volvió a bajar la mano, pues sabía que así no se
iba a curar más rápido. En ningún momento dejó de echar miradas nerviosas en
todas direcciones. 1-8-9-8 se quedó observando el terrible moratón de su ojo,
pero sus miradas se cruzaron y pudo apreciar el miedo, el dolor y la rabia con
la que cargaba aquellas marcas. Cuando empezaba a imaginarse lo que le habían
hecho para dejarla en ese estado, la reconoció. No recordaba su nombre, pero
era una activista que iba dando tumbos de juicio en juicio, de los cuales salía
mal parada la mayoría de las veces. Al parecer, todos esos golpes estaban a
punto de quebrar su voluntad, y, si no fuese porque la chica que tenía a la
izquierda le rozaba el brazo con el codo para darle apoyo y le susurraba
algunas palabras de aliento de vez en cuando, lo más probable es que se hubiera
derrumbado nada más entrar en la sala. La otra chica, por su parte, parecía
sostener el ánimo de todos los presentes, pues tenía una mirada firme y un
aspecto de no dejarse doblegar por más golpes que pudiese recibir. En todo
momento se había preocupado por los otros cuatro, y antes de entrar en la sala
había tratado de animarles ofreciéndoles el teléfono de un abogado amigo suyo
que podía sacarles de un aprieto si fuese necesario. Se fijó también en el pin
que llevaba prendido de la camisa: una estrella de tres puntas rodeada de las
palabras "Solidaridad Internacionalista". Ella se percató entonces de
que él la estaba mirando y le devolvió una amplia sonrisa, la cual le contagió,
pues con aquel simple gesto le transmitió una tranquilidad y una seguridad
inmensas. Ella le apartó la mirada para comprobar cómo estaba el último
integrante de la fila. Este debía de rondar los 30 y, aunque parecía abatido,
no presentaba ninguna herida visible, por lo menos no recientes, ya que estaba
surcado de cicatrices: desde una ceja partida hasta peligrosas marcas en la
cara interior de las muñecas. Incluso se podía apreciar un pico extraño que
resaltaba su tabique. El hombre había dejado caer los brazos, y con ellos su
cartel identificatorio, gracias a lo cual dejaba al descubierto su camiseta de
color morado oscuro, donde se entrelazaban los símbolos de femenino, masculino
y transexual, encima de la frase “love is
love". Este no levantó la cabeza en ningún momento, pero aun así se
podía apreciar el brillo de amargura en su mirada, como si él mismo ya hubiera
pasado por el trance de la chica de los moratones, y su voluntad hubiese
perdido. Por último, el sospechoso 1-8-9-8 se fijó en sí mismo. Llevaba un
sombrero de paja que ocultaba una incipiente calva, una camisa que fue blanca,
roída por el tiempo y unos vaqueros igual de viejos, con algún roto aquí y
allá. Aquella ropa había estado muchas veces a punto de ser pasto del cubo de
la basura, pero le traía demasiados buenos recuerdos de su vida en aquella
aldea del interior de Cuba, donde trabajaba como guajiro. Recordaba lo dichoso
que había sido en aquella época, cultivando su amada tierra, vendiendo los
frutos de esta en el suyo y en pueblos cercanos, a los cuales iba con su viejo
carruaje, una herencia familiar, del cual tiraban dos caballos tan antiguos
como este: Carlos y Federico. En comparación con el resto de presentes, él no
había sufrido ninguna desgracia, salvo quizá por la precaria situación de sus
últimos años en Cuba, lo que le había obligado a migrar a España para buscar
una manera de salir adelante. Diez años después, allí se encontraba, un paso al
frente en una rueda de reconocimiento. ¿Quién le mandaría a él hacer huelga
aquel día? Ser albañil no se parecía en nada a cultivar la tierra, pero dentro
de lo que cabe era un trabajo que le gustaba. Además, sus compañeros habían
acabado siendo grandes amigos, pues todos le tenían gran aprecio por cómo sabía
transmitir sus quejas y necesidades a los superiores para que siempre acabase
de forma favorable para él y sus colegas. Lo habían bautizado en consecuencia
"la voz del pueblo", y a él no llegaba a parecerle mal. Pero en el
momento presente había sido su perdición, pues un discurso más exaltado de lo
habitual, declamado a través de un megáfono frente a una línea de
anti-disturbios que empezaban a cortarles el paso...
—Sospechoso
1-8-9-8 —la voz metálica interrumpió sus pensamientos y puso a todos en
tensión—, diríjase a la salida de su derecha.
Con un gañido robótico se volvió a hacer el silencio. El
guajiro miró a sus compañeros, especialmente a la chica del pelo corto, que le
miraba con intensidad desde su ojo amoratado. Todos sabían lo que le esperaba
al otro lado de esa puerta, y, como una sola persona, todos sintieron sus
latidos sincronizados, sus respiraciones acompasadas y sus pensamientos unidos.
Con miradas, medias sonrisas y asentimientos de cabeza trataron los otros
cuatro de transmitirle que estaban con él, que esperaban su regreso, que no
debía dejarse doblegar. Tras un breve instante rompió la simetría de la fila y
se encaminó con calma a la salida. Justo antes de abrir la puerta se detuvo y
dijo sin mirar atrás:
—Si
no vuelvo, no permitan que se apague la voz del pueblo; nunca debe morir.
Rodrigo Herranz Gómez
Octubre de 2016
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