jueves, 10 de noviembre de 2016

La voz del pueblo

            La puerta se cerró con estrépito y la recién llegada avanzó cojeando hasta el hueco en el centro de la fila.
—Sospechoso 1-8-9-8, un paso al frente.

El guardia de seguridad escupió aquella orden a través del interfono, directo a la sala donde cinco personas sujetaban carteles con números identificativos y miraban su reflejo en un falso espejo, tras el cual sabían que alguien les observaba con atención. El segundo hombre desde la izquierda avanzó con tranquilidad y, tras él, escuchó el suspiro de alivio del resto de sospechosos. Tuvo miedo de girarse y ser reprendido por los guardias del otro lado del cristal, por tanto decidió inspeccionar el reflejo de sus compañeros. Empezó por la chica de su derecha, que apenas debía de tener 17 o 18 años. Tenía en el rostro una mueca desafiante y su aspecto no mejoraba esa impresión: múltiples piercings, media cabeza rapada, un tatuaje que asomaba por el cuello de la chaqueta bomber y, cosido a la manga de esta, un parche de la palabra libertad, donde la "A" era el símbolo de la anarquía. En un primer momento no quiso dejarse llevar por las apariencias, pero las cadenas que le colgaban de las muñecas y se unían con otras que le nacían de los tobillos, para aferrarse con firmeza a una argolla en el suelo, le hicieron esbozar una media sonrisa. Ya lo decía Salvador Allende: "Ser joven y no ser revolucionario, es una contradicción hasta biológica". Estaba claro que no les convenía que aquella muchacha se moviese a sus anchas; quizá temieran que pusiese todo patas arriba, o que enardeciese a los que tenía alrededor. Fijándose mejor, pudo apreciar cómo las cadenas le habían hecho múltiples heridas, algunas ya curadas, aunque convertidas en cicatriz; otras eran recientes, por los constantes tirones de nerviosismo e impaciencia. Continuó con su recorrido y miró entonces a la chica que tenía a la izquierda, la cual acababa de entrar por la puerta. Esta era algo mayor que la anterior, tenía el pelo muy corto y vestía una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto los tatuajes de sus brazos. En concreto se fijó en uno muy elaborado de una mujer con los ojos vendados, que sostenía una balanza en una mano y una espada en la otra. Había algunos detalles que no se podían apreciar bien debido a que algunos moratones los ocultaban. Ella levantó una mano y acarició con delicadeza su ojo izquierdo, el cual presentaba el moratón más oscuro y grande de todos los que tenía visibles, que parecía ser el más doloroso. Al cabo de un rato volvió a bajar la mano, pues sabía que así no se iba a curar más rápido. En ningún momento dejó de echar miradas nerviosas en todas direcciones. 1-8-9-8 se quedó observando el terrible moratón de su ojo, pero sus miradas se cruzaron y pudo apreciar el miedo, el dolor y la rabia con la que cargaba aquellas marcas. Cuando empezaba a imaginarse lo que le habían hecho para dejarla en ese estado, la reconoció. No recordaba su nombre, pero era una activista que iba dando tumbos de juicio en juicio, de los cuales salía mal parada la mayoría de las veces. Al parecer, todos esos golpes estaban a punto de quebrar su voluntad, y, si no fuese porque la chica que tenía a la izquierda le rozaba el brazo con el codo para darle apoyo y le susurraba algunas palabras de aliento de vez en cuando, lo más probable es que se hubiera derrumbado nada más entrar en la sala. La otra chica, por su parte, parecía sostener el ánimo de todos los presentes, pues tenía una mirada firme y un aspecto de no dejarse doblegar por más golpes que pudiese recibir. En todo momento se había preocupado por los otros cuatro, y antes de entrar en la sala había tratado de animarles ofreciéndoles el teléfono de un abogado amigo suyo que podía sacarles de un aprieto si fuese necesario. Se fijó también en el pin que llevaba prendido de la camisa: una estrella de tres puntas rodeada de las palabras "Solidaridad Internacionalista". Ella se percató entonces de que él la estaba mirando y le devolvió una amplia sonrisa, la cual le contagió, pues con aquel simple gesto le transmitió una tranquilidad y una seguridad inmensas. Ella le apartó la mirada para comprobar cómo estaba el último integrante de la fila. Este debía de rondar los 30 y, aunque parecía abatido, no presentaba ninguna herida visible, por lo menos no recientes, ya que estaba surcado de cicatrices: desde una ceja partida hasta peligrosas marcas en la cara interior de las muñecas. Incluso se podía apreciar un pico extraño que resaltaba su tabique. El hombre había dejado caer los brazos, y con ellos su cartel identificatorio, gracias a lo cual dejaba al descubierto su camiseta de color morado oscuro, donde se entrelazaban los símbolos de femenino, masculino y transexual, encima de la frase “love is love". Este no levantó la cabeza en ningún momento, pero aun así se podía apreciar el brillo de amargura en su mirada, como si él mismo ya hubiera pasado por el trance de la chica de los moratones, y su voluntad hubiese perdido. Por último, el sospechoso 1-8-9-8 se fijó en sí mismo. Llevaba un sombrero de paja que ocultaba una incipiente calva, una camisa que fue blanca, roída por el tiempo y unos vaqueros igual de viejos, con algún roto aquí y allá. Aquella ropa había estado muchas veces a punto de ser pasto del cubo de la basura, pero le traía demasiados buenos recuerdos de su vida en aquella aldea del interior de Cuba, donde trabajaba como guajiro. Recordaba lo dichoso que había sido en aquella época, cultivando su amada tierra, vendiendo los frutos de esta en el suyo y en pueblos cercanos, a los cuales iba con su viejo carruaje, una herencia familiar, del cual tiraban dos caballos tan antiguos como este: Carlos y Federico. En comparación con el resto de presentes, él no había sufrido ninguna desgracia, salvo quizá por la precaria situación de sus últimos años en Cuba, lo que le había obligado a migrar a España para buscar una manera de salir adelante. Diez años después, allí se encontraba, un paso al frente en una rueda de reconocimiento. ¿Quién le mandaría a él hacer huelga aquel día? Ser albañil no se parecía en nada a cultivar la tierra, pero dentro de lo que cabe era un trabajo que le gustaba. Además, sus compañeros habían acabado siendo grandes amigos, pues todos le tenían gran aprecio por cómo sabía transmitir sus quejas y necesidades a los superiores para que siempre acabase de forma favorable para él y sus colegas. Lo habían bautizado en consecuencia "la voz del pueblo", y a él no llegaba a parecerle mal. Pero en el momento presente había sido su perdición, pues un discurso más exaltado de lo habitual, declamado a través de un megáfono frente a una línea de anti-disturbios que empezaban a cortarles el paso...
  —Sospechoso 1-8-9-8 —la voz metálica interrumpió sus pensamientos y puso a todos en tensión—, diríjase a la salida de su derecha.
Con un gañido robótico se volvió a hacer el silencio. El guajiro miró a sus compañeros, especialmente a la chica del pelo corto, que le miraba con intensidad desde su ojo amoratado. Todos sabían lo que le esperaba al otro lado de esa puerta, y, como una sola persona, todos sintieron sus latidos sincronizados, sus respiraciones acompasadas y sus pensamientos unidos. Con miradas, medias sonrisas y asentimientos de cabeza trataron los otros cuatro de transmitirle que estaban con él, que esperaban su regreso, que no debía dejarse doblegar. Tras un breve instante rompió la simetría de la fila y se encaminó con calma a la salida. Justo antes de abrir la puerta se detuvo y dijo sin mirar atrás:
   —Si no vuelvo, no permitan que se apague la voz del pueblo; nunca debe morir.









Rodrigo Herranz Gómez

Octubre de 2016

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